lunes, 5 de marzo de 2012

Caminando por el parque El Llano me cuentas de tu amor por las niñas y esa hija imaginaria a quien enseñarle a no extrañarte para cuando te vayas. Pensamos en lo erótico de las máquinas de ejercicios, te sacas tu cortaviento y me tapas el sol con tu cabeza mientras hablamos de cafés con piernas y de la inmediatez del gesto.
Te devuelves a buscar el colet que perdí y entras al banco con bicicleta sosteniendo mis libros mientras hablo por teléfono de la Colomba con mamá y pierdo mis billetes azules nuevos.
Nos sentamos en una plaza, tu enciendes un cigarrillo y yo aprendo las cicatrices de tus manos. Detrás de tus marcos rojos hay ojos llenos de ternura pícara que se funden con esa bufanda de partido socialista que aún no existe, con tus obsesiones vaqueras de permanecer, protegiéndome de los susurros, develando lo que callo cuando te veo mientras tu boca se mueve y tu voz sale suave y entiendo lo que dices y lo que no también.
Una foto de los dos entre las escaleras mecánicas del metro Franklin, con esa luz, parados, aplazando el subirte a la bici y el tomar esa escalera sin voltear, despidiéndonos para quedarnos igualmente junto al otro, sin otra certeza más que la de saber que nuestras sonrisas se encuentran, que los abrazos te guardan, que cada segundo cuenta en este otoño lleno de algo que no se decir, y que tampoco necesita ser nombrado para existir.

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